03 May 2011

Siempre hay algo para ofrecer.




Subían la montaña poco a poco, sin prisas. Padre e hijo, paso a paso, avanzaban hacia la cima. Isaac era apenas un adolescente pero ya entendía bien de lo que esto se trataba. Abraham le había enseñado todo cuanto sabía acerca del Padre de las Luces, le había contado todo lo que La Verdad hizo por él y por Sara, su esposa. Isaac, a pesar de ser el único hijo legitimo de aquel matrimonio y de gozar todos los privilegios que representaba tener como padre al hombre más rico de la región, siempre tuvo los pies en la tierra. Abraham no lo consintió nunca, a pesar de amarlo tanto.

Aquella mañana, Abraham se levantó muy temprano y preparó todo lo necesario para la ofrenda, tan solo una cosa hacía falta. Isaac no se percató y, emocionado, ayudó a su padre a cargar los asnos. A pesar de que no haber visto con sus propios ojos lo que Abraham le contó que Jah había hecho, confiaba profundamente en su existencia. Fue instruido, desde pequeño, en honrar al Dios de sus padres, Aquel que prometió a Abraham un hijo, Aquel que había cumplido Su Palabra.

Acostumbraban ir al monte muy frecuentemente. Abraham estaba sumamente agradecido por la vida de Isaac, y no se cansaba de demostrar su agradecimiento con toda clase de ofrendas y sacrificios. Estaban a solo algunos kilómetros de la punta. Fue entonces cuando Isaac se dio cuenta de que estaba todo lo necesario para el altar, menos la ofrenda misma. Un poco preocupado por la idea de tener que volver camino atrás en busca de un carnero para sacrificar, preguntó: Padre, He aquí el fuego y la leña; mas ¿Dónde está el cordero para el holocausto?
Abraham no respondió, trago saliva esperando que eso resolviera el nudo en su garganta, y volteó la vista hacia su pequeño hijo. Al parpadear, las lágrimas que humedecían sus ojos escurrieron lentamente por sus mejillas.

Abraham y Sara eran una pareja bastante grande; para cuando volvieron de Egipto, él rosaba los cien años, y ella tenía unos pocos menos. De cualquier manera, Dios prometió que tendrían un hijo, sangre de su sangre. Cuando Sara oyó la noticia, no pudo evitar reírse: ¿qué posibilidades habían para una mujer estéril, de edad tan avanzada, con un marido tan viejo como Abraham? Olvidó que Dios no se deja intimidar por las probabilidades. Para sorpresa de todos, poco tiempo después, Sara cargaba en sus brazos al pequeño Isaac. Ese niño era lo único verdaderamente importante en la vida de Abraham y Sara. A lo largo del tiempo, ellos se habían hecho de riquezas, tierras y ganado, pero habrían de heredarlo a esclavos, pues no tenían descendencia. Ya cuando estaban resignados, Dios decidió sorprenderlos. Y ahí estaban los dos ancianos, cargando al amor de sus vidas.

Abraham reaccionó cuando Isaac jaló fuertemente sus vestiduras, gritando: ¡Papá!
Se secó las lágrimas y respondió con palabras débiles: “Dios se proveerá de cordero para el holocausto, hijo mío.” Mientras, dentro de sí, recordaba la noche anterior, cuando Dios le había pedido que sacrificara a Isaac, y se preguntaba por qué. Por qué Dios daría algo tan valioso para luego quitarlo. ¿No era suficiente tristeza ya la que invadía su hogar para sumarle esta gran tragedia? ¿Por qué sustituir la pena por gozo si al final todo resultaría en luto? Ciertamente, Abraham no entendía, pero nunca dejó de ascender la montaña. Pronto llegaron al lugar del sacrificio.

Isaac seguía sin entender absolutamente nada. ¿Dónde estaba el cordero? ¿Qué ofrecerían a Dios? ¿Por qué su padre lloraba tanto? Todo esto pasaba por la cabeza del pequeño cuando Abraham se hincó frente a él abrazándolo con todas sus fuerzas, separándose lentamente y besando su frente. Isaac no pudo más que sonreír, de nada estaba más seguro que del amor de su padre. De pronto, Abraham comenzó a envolver a su hijo con una resistente soga de cuero. En ese momento, Isaac entendió lo que sucedía. Efectivamente, había allí una ofrenda para Dios. No había corderos, carneros u ovejas, pero si había ofrenda. Ni siquiera intentó oponer resistencia. Dejó que Abraham lo atara y lo levantase hacia el altar. Cerró los ojos cuando vio que su padre levantó su brazo derecho, empuñando un cuchillo ferozmente, pero con el rostro bañado en lágrimas, lleno de un dolor indescriptible.

Abraham dejó caer su brazo con todas sus fuerzas. Después de unos segundos, se sorprendió de tener el brazo aun en el aire. Sintió como alguien sujetaba su brazo en alto y abrió los ojos, que también había cerrado. Entonces escuchó: “Abraham, no extiendas tu mano contra el muchacho, conozco cuanto me amas, pues no me has rehusado a tu hijo.”

El hombre se dejó caer de rodillas junto al altar, y lloró profundamente. De haberle preguntado por qué, no hubiese podido contestar. No era tristeza, ni alegría, simplemente se había dado cuenta de que a pesar de todo el amor que sentía por Isaac, Dios seguía siendo su prioridad.


He escuchado a algunos hablar acerca de esta historia de El Libro. He oído como critican a Dios, señalando la crueldad con que jugó con los sentimientos de Abraham. He estado presente en conversaciones donde se dice que qué clase de Dios es este, que decide manipular de tal forma a la gente que más le ama. Déjame decir algo:

El Dios que pidió a Abraham su hijo es, primero que nada, el único Dios soberano. Déjame decir que es el Dios celoso, que exige primacía en nuestros corazones. Ese Dios es quien entiende que para grandes cosas hacen falta grandes hombres, comprometidos con futuros enormes, dispuestos a deshacerse de lo más valioso, pues entienden que nada puede compararse a Su Amor.

El Dios que pidió a Abraham su hijo es un Dios que lleva situaciones al extremo, porque es solamente ahí donde somos nosotros mismos, sin hipocresías. Es el Dios que nos lleva el punto límite, para hacernos ver de qué estamos hechos. No es un Dios cruel, no es un Dios manipulador, no es un Dios que se divierte con nosotros; es un Dios que nos expone a nuestra naturaleza, a nuestros deseos, a nosotros mismos.

Abraham había amado a Dios con todas sus fuerzas, y en recompensa, Dios le dio a Isaac. Pero ahora, era otra cosa la que cautivaba el corazón del patriarca. ¿Acaso Isaac había sustituido a Dios? Abraham, no Dios, necesitaba saber la respuesta. Entonces Dios lo llevó al límite, haciendo que se enfrentasen directamente las dos grandes pasiones de Abraham. Aquel viejo tomó la decisión correcta. Nadie, ni Isaac, era más indispensable que el Dios que le había dado todo.

No es difícil encontrar ejemplos de gente que busca a Dios a cambio de algo, personas que están ahí insistiendo pero esperando una respuesta. En tiempos de necesidad o anhelos es común ver multitudes volteando hacia el Padre, pero qué cuando todos ellos reciben a su Isaac. ¿Qué de ti cuando recibes al hijo que tanto esperas? ¿Tus ojos permanecen en Él, o te concentras demasiado en tus recompensas? Esta historia no demuestra la crueldad de Dios, al contrario, demuestra lo crueles que nosotros podemos llegar a ser. Buscando a Dios esperando algo a cambio, y al conseguirlo, olvidarnos por completo de Él. Pero Abraham no, aquel hombre sabía que Dios vale la pena no solo en maldición sino en bendición, no solo en valle de sombra de muerte sino en paraísos. Abraham sabía que la amistad es fidelidad, y él fue llamado amigo de Dios.



Existe un argumento más, desde mi punto de vista el más fuerte de todos,
hemos de tratarlo en la siguiente historia... (continúa)

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