La música llenaba el auditorio y las luces del escenario viajaban deslumbrantes a través de la oscuridad del recinto.
Las letras decían Su Nombre y poco más. La fiesta.
Sus entrañas se conmovieron. Pensó en Pablo, cuando preso en el calabozo.
Aquella oscuridad no era premeditada, no pretendía crear ambiente.
El rayo de luz entraba desde un pequeño orificio en el muro, solo cuando el sol llegaba a cierta posición.
Sin música, sin saltos, sin multitudes. Con cadenas y grilletes.
Los jóvenes a su alrededor sudaban, llenos de gozo.
Esa nueva canción llenaba sus corazones. Les hacía pensar en Jesús.
Los gritos se diferenciaban poco de cualquier otro. Era alabanza.
Su alma se quebró. Recordó a Pedro, crucificado de cabeza.
Rehusándose a morir de la misma forma que murió el Cristo, no era digno de una muerta tan gloriosa.
Por sus mejillas no corría solo sudor. La sangre que brotaba de sus heridas descendía por todo su cuerpo hasta llegar a su rostro y combinarse con las lágrimas de su dolor.
El sonido paró y las luces robóticas quedaron estáticas.
Glorioso servicio. Todos a sus lugares.
Se escuchaban voces, conversaciones y murmullos.
El cielo estaba abierto, pero no veían hacia él.
Su espíritu gimió. En su mente Esteban, al morir.
Cuando las piedras golpeaban contra su cuerpo, pronto perdió los sentidos.
No oyó. No pudo sostenerse más y sus piernas rebotaron contra el suelo rocoso.
Sangró.
El cielo estaba abierto, y Esteban le veía cara a cara.
Cerró los ojos.
Si algún faltan las luces, Señor, si no hay escenario.
Si hay rocas volando en vez de asientos, si hay cadenas y no instrumentos.
Cristo, si hay golpes en vez de saltos, escarnio y no música.
También quiero adorar.
Amigo, siempre que se abra el cielo frente a mí, quiero ver tu rostro.
Te alabaré en condiciones adecuadas o adversas.
En la luz o en las oscuridad.
Que mi gozo no venga de mis comodidades sino de tu gracia.
Cuando se apaguen las luces, Cristo, cuando caiga el telón, seguirá aquí el adorador.
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