31 May 2011

Nos soportamos los unos a los otros. Gozamos con los que se gozan; y lloramos con los que lloran. Estamos aquí para avanzar juntos y cuando sientas que no puedes más, entonces te llevaremos en hombros. Podremos estar en debilidad o tristeza, pero nunca solos.




Sus brazos estaban cansados. Dos grandes cadenas los sujetaban levantados por completo, mientras su cuerpo, desvanecido, colgaba hacia el suelo. Las cosas no habían estado bien y tanto Pedro como los discípulos y el resto de la Iglesia lo resentían. Los judíos presionaban demasiado y Herodes había comenzado la persecución.

No podía recordar cuanto tiempo llevaba en la cárcel. Solo sabía que estaba ahí, encerrado, por haberle enseñado al pueblo una manera diferente de entender la vida. No es que su fe decayera o que confiase menos en el Cristo, pero era difícil; es complicado permanecer de pie cuando todo el mundo está en espalda, dejándose caer, con el firme deseo de aplastarte. Pedro trataba de recordar los buenos momentos. Hizo memoria y pensó en la primera vez, en Pentecostés, cuando tres mil hombres se añadieron al grupo. Se acordó de cuando Jesús alimentó a una multitud con algunos pocos panes y peces. Pero sus brazos dolían demasiado, no era posible distraerse demasiado. El dolor y la agonía exigían demasiada atención.

En casa de María, madre de Marcos, los discípulos y muchos otros permanecían encerrados. Salir a la calle era suicidio. No solo la guardia, sino el mismo pueblo querían prenderles. No hacía mucho tiempo desde que Herodes asesinó a Juan y todos recordaban con escalofríos el lapidamiento de Esteban. No tenía caso negarlo: el Cuerpo estaba dolido, las heridas eran fuertes y cada vez más frecuentes. No era sencillo entender.

Desde que Herodes comenzó la caza, los que habían andado con Jesús estrecharon lazos. El Mal azotaba con fuerza, pero el Bien los arropaba como nunca antes. Usualmente se reunían frecuentemente, pero ahora estaban juntos todo el tiempo. Es verdad, no había fiesta y sonreír costaba trabajo, pero en sus mentes resoban las palabras del Maestro: en el mundo tendréis aflicción, pero confíen, yo he vencido al mundo. Esa era su esperanza, ese era su clamor. Todos perseveraban en la oración, pidiendo por Pedro.

Las gotas de sudor se combinan con las lágrimas de sus ojos antes de caer al suelo. Pedro estaba devastado. El dolor era cada vez más punzante, y hacían ya varias horas que dejó de sentir sus extremidades. Con todo, Pedro se reía frecuentemente en voz baja. Los soldados que lo custodiaban no dudaban de la locura del prisionero. Pedro estaba seguro de no haber perdido la razón, simplemente veía en su mente a sus amigos, orando. El dolor pasaba inadvertido y sus cargas se aligeraban. Podremos incluso contra la muerte, unidos podremos.

Horas más tarde, alguien tocó la puerta. Los discípulos y todos los presentes temieron por sus vidas. Sin duda, la guardia los había encontrado. Solo Rode se atrevió a avanzar hacia la puerta, abrió lentamente, como quien hala el gatillo del arma que apunta a su rostro. Pedro sonrió, y la estrechó entre sus brazos.



En esta historia podemos ver, si, el poder de Dios. Habría muchos detalles por contar si quisiéramos enfocarnos en semejante fuerza. Pero no es eso lo que hoy nos llama, lo es la fraternidad. Pedro estaba en pruebas y dolor, también lo estaba la Iglesia. Cuando uno de los miembros del cuerpo se duele, nos dolemos todos con él, lo hacemos de la misma forma en que celebraríamos algún éxito suyo. Esto es el Cuerpo, somos uno. Estamos aquí, unidos, en tempestad tanto como en alegrías. Estamos juntos.

Muchas veces es difícil entender, no es fácil explicarnos la situación. Nos soportamos los unos a los otros. No sabemos qué decir, ni sabemos cómo actuar. Nos soportamos los unos a los otros. Estamos aquí, contigo, te ofrecemos todo cuanto tenemos, nuestra fe y nuestras oraciones. Yo, y muchos otros ahora, estamos contigo. Esperamos pronto poder oír a Pedro tocar a nuestra puerta.

20 May 2011

Enfrentemos al gigante.



Cuando llegó al monte de Ela vio a todo el ejército de Israel en orden de batalla, pero nadie movía un dedo.

Isaí, su padre, lo había mandado para entregar algunas provisiones a sus hermanos mayores, soldados del ejército de Saúl. Usualmente David se la pasaba en el campo, lejos de casa, cuidando los rebaños de su padre. Era el menor de ocho hijos varones. El menos fornido, el menos imponente, parecía el más débil.

Fue quizás por eso que su padre nunca lo consideró para tareas demasiado importantes. Los asuntos verdaderamente serios estaban a cargo de Eliab, Abinadab, Sama y sus otros hermanos. La única responsabilidad de David era pastorear las ovejas de su familia. Todos sus hermanos y amigos consideran aquello como el más detestable de los quehaceres, implicaba estar lejos de todo, metido en el campo, solo y aburrido, esperando que el tiempo pasase rápidamente, sin demasiado éxito.

Sin embargo, para David las cosas eran muy distintas. Nunca se consideró desafortunado por ser relegado a la tarea de pastorear. Por el contrario, disfrutaba mucho pasar tiempo solo. Practicaba el arpa todas las tardes, con las ovejas como única audiencia, y se convertía en un excelente músico. Usaba todo ese tiempo libre, lejos del mundo, para pensar en las cosas verdaderamente importantes de la vida; se preguntaba a sí mismo por qué la gente suele preferir el alboroto, cuando el silencio es tan reconfortante. Solía leer las historias de sus antepasados, de cómo Jah libró a Israel de Egipto, derribó los muros de Jericó, y usó a Gedeón para salvar a Israel de los madianitas.

Estas historias le llenaban el corazón, y le inquietaba la situación actual de su pueblo, sometido por los filisteos. David se iba haciendo fuerte en mente y espíritu.

De cualquier forma, aquello no era solamente cuestión de observar ovejas día y noche. No faltaba nunca cuando un lobo o un oso atentaban contra algún miembro de su rebaño; era entonces cuando David corría tras la bestia, le atrapaba y mataba sin usar más que sus dos pequeños brazos.

Fue por eso que cuando llegó al monte de Ela y vio a todo el ejército de Israel en orden de batalla, pero sin que nadie moviera un dedo, las cosas no le gustaron para nada. Entregó el paquete a sus hermanos mayores, y cuando se disponía a salir, un tanto indignado por la situación, escuchó a alguien gritar:
- ¿Para qué os habéis puesto en orden de batalla? ¿No soy yo el filisteo, y vosotros los siervos de Saúl? Escoged de entre vosotros un hombre que venga contra mí. - Era un paladín de entre los filisteos. Tenía una altura de seis codos y un palmo, traía un casco de bronce en su cabeza, y llevaba una cota de malla. Sobre sus piernas traía grebas de bronce, y una jabalina de bronce sobre sus hombros. El asta de su lanza de hierro era como de un rodillo de telar. – Hoy yo he desafiado al campamento de Israel; dadme un hombre para que pelee conmigo.

David dio media vuelta esperando ver cientos de soldados encendidos en furia contra aquel filisteo, pero no vio nada más que un ejército completamente intimidado por el enemigo. En su mente recordó las grandes hazañas que Dios había hecho por su pueblo, y en su corazón ardió una pasión indescriptible por reivindicar el nombre del Padre de las Luces.

¿Quién es este filisteo incircunciso para que provoque a los escuadrones del Dios viviente? Gritó a sus compatriotas, pero nadie contestó, sus rostros de ocultaban detrás de armaduras de hierro y grandes escudos.

David avanzó entre los soldados, que iban abriendo espacio conforme avanzaba, hasta llegar delante de Saúl: No desmaye el corazón de ninguno a causa de él; tu siervo ira y peleará contra este filisteo.
El rey le respondió: No podrás tú ir contra aquel soldado para pelear contra él; tú eres apenas un muchacho, y él un hombre de guerra desde su juventud.
David sintió fuego en su pecho. No toleraría más el conformismo, la incredulidad y el miedo entre su pueblo. No. Ellos eran hijos de la luz, del Padre de las Luces: Jehová, que me ha librado de las garras del león y de las garras del oso, él también me librará de la mano de este filisteo. Se limitó a responder.

David tomó su cayado en su mano, escogió cinco piedras lisas del arroyo, las puso en su saco pastoril, tomó su honda en mano, y caminó hacía el filisteo.

Ambos ejércitos miraban la escena con fascinación. Los israelís sorprendidos por la idiotez de aquel muchacho, y los filisteos esperando ansiosos que Goliat destrozara al pequeño. Cuando el gigante vio a su rival, alzó la vista hacía el ejército de Israel: ¿Soy yo perro para que vengas a mí con palos? Te maldigo por tus propios dioses.

La expresión en el rostro de David no cambió, y mirando fijamente a los ojos de aquel hombre, varias cabezas más alto que él, respondió: Ven a mí, y daré tu carne a las aves del cielo y a las bestias del campo. Tú vienes a mí con espada, lanza y jabalina; mas yo vengo contra ti en el nombre de Jehová de los ejércitos, el Dios de los escuadrones de Israel, a quien tú has provocado.

Goliat se enfureció y arremetió contra el joven. David corrió, precipitándose hacia el gigante. En plena carrera rumbo a la colisión, David sacó una piedra de su bolsa, giró su honda con fuerza y disparó contra el filisteo. La piedra viajó a velocidad inmensurable, dio de lleno contra la frente de Goliat, quedándose ahí enterrada. Aquella enorme torre humana se desplomó a los pies de David, cayendo su rostro en tierra. David subió al cuerpo del enemigo, sacó la enorme espada de su vaina, cortó su cabeza y, levantándola en brazos hacia el ejército enemigo, gritó.




David se paró enfrente del soldado más poderoso de uno de los mejores ejércitos de todos los tiempos. David fue el único que hizo frente a aquel gigante, y lo hizo tan solo con una honda y cinco piedras. El muchacho no era más grande, el más fuerte o el mejor entrenado para vencer al gigante. El secreto de la valentía y el poder de David no eran las armas, las estrategias o las capacidades. Lo que provocó que David tuviera el valor de enfrentarse a aquel hombre que intimidaba a todo el ejército de Israel fue su conocimiento de las facultades y alcances de Dios.
Hoy, y todos los días, se nos enfrentan gigantes poderosos, cubiertos en impenetrables armaduras de bronce. Ciertamente parecen invencibles, y para muchos de hecho lo son. Pero no es nuestra fuerza la que triunfará, sino la de Aquel, que ya ha vencido. No esperemos ser fuertes, grandes y poderosos para enfrentarnos a nuestros adversarios. Hagámoslo desde ahora, porque nuestro Dios ya es Fuerte, Grande y Poderoso.
¿Cuál es el filisteo que está provocándote? ¿Cuál es el gigante que se burla de ti? ¿Es la depresión, el miedo, la inseguridad, los complejos, las dudas, la baja autoestima? Ve al campo, solo; aprende a tocar tu arpa, lee acerca de lo que Dios ha hecho por otros, recuerda lo que ha hecho por ti. Entonces estarás listo para vencer a tu enemigo, no importa que tan grande pueda ser.













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10 May 2011

Para Él, valimos la pena.




Para Él fue como revivir la historia de Abraham, fue como recordar que aquel hombre había estado dispuesto a dar la vida de su hijo por amor.

Jesús subía por el camino hacía el Gólgota sin dudar. Claro que se detenía y tropezaba, había estado toda la noche recibiendo golpes y castigos inmerecidos. Su cuerpo estaba muy dañado. Su piel colgaba lejos de sus músculos. Había perdido bastante sangre, no tenía fuerzas, pero seguía caminando.

El Padre estaba junto a él, de la misma forma en que Abraham había estado junto a Isaac, aquel día de la ofrenda. Ambos, padres e hijos, caminaban hacía el monte queriendo no llegar a la cima nunca, porque ahí les esperaba la muerte. La diferencia es que Jesús nunca preguntó por la ofrenda. Él sabía, desde hace mucho, que su cuerpo era lo único suficientemente valioso para entregar a cambio.

El Padre veía el sufrimiento de Jesús, justo como Abraham vio el rostro de Isaac mientras le ataba. Abraham abrazó a su hijo y lo besó, Dios no pudo hacerlo. Abraham puso a Isaac tiernamente sobre el altar, y esperaba con todo su ser a que algo sucediera, se preguntaba por qué Dios lo ponía en esa situación, y se respondía a sí mismo con el argumento de la soberanía divina. Pero Dios no pudo asentar a Jesús con ternura en esa cruz, solo vio como soldados romanos le clavaban con violencia. Dios no se preguntaba por qué le forzaban a sacrificar a su Hijo, se respondía que la humanidad valía la pena.

Le atormentaban pensamientos y recuerdos. Se acordaba, por ejemplo, de cómo el pueblo había decidido adorar dioses ajenos durante toda la época de los jueces, recordaba como habían matado a sus profetas, hacía memoria de la manera en que habían maltratado a Jesús desde su nacimiento. Aún así, creía que la humanidad valía la pena. Dios decidió darnos la oportunidad porque Abraham había decidido amarlo más que a Isaac. Era necesario que Dios nos amara más que a Jesús.

La sangre corría por el rostro del Cristo y Dios lo veía firmemente, pero su mirada estaba perdida. La imagen de Jesús frente a Él se distorsionaba mientras recordaba esa mañana donde Abraham caminaba junto con Isaac hacía el monte. Ese día, Dios sabía que Isaac estaría bien, que aquel no era un juego o arrebato siniestro, sino una lección para Abraham, era Dios demostrándole a Abraham que precisamente porque le ponía en primer lugar en su vida, Él haría todo por Isaac, Jacob, y el resto de su descendencia.

Pero esta vez era distinto. Dios sabía que Jesús no iba a estar bien, que nadie iba a salvarlo. Sabía que Jesús sufría escarnios indecibles y muerte de cruz. Sabía que ningún ángel aparecería para salvarlo. De cualquier manera, Dios pensó que valía la pena.

Aquel sacrificio era necesario porque hacía cientos de años, Abraham, el patriarca, había decidido amar a Dios por sobre todas las cosas. Porque había comprobado que es posible que la humanidad voltee sus ojos a Dios, olvidándose de sus propios sueños. Y Dios pensaba que si uno, al menos uno, lo había logrado, valía la pena dar la oportunidad al resto.

No solo los romanos, sino los mismos a quienes Jesús intentaba salvar, eran quienes lo crucificaban. Y Dios estaba ahí, recordando, con lágrimas en los ojos, como Abraham levantaba sus brazo, puñal en mano, dispuesto a entregar a Isaac. Abraham no se hubiera detenido, y Él tampoco lo haría. Vio a Jesús sufrir, le vio llorar, le vio sangrar hasta que su cuerpo estuvo vacío, le oyó exhalar su último aliento.


Cuando la gente me dice que Dios fue cruel con Abraham pidiéndole a Isaac como ofrenda, siento como un calor indescriptible va subiendo desde el corazón hasta mi boca. Una sensación extraña, rozando con amargura, incomprensión e impotencia. ¿Dios fue cruel con Abraham por llevarlo al límite? ¿Por enseñarle que era justo por eso, porque Abraham le amaba tanto que Él jamás le abandonaría? ¿Fue cruel Dios por demostrarle a Abraham la razón de su fidelidad, el porqué de su amistad? Tal vez puedan responder que si.

Pero entonces tendrán que responder que nosotros fuimos crueles con Dios al ponerlo en la necesidad de elegir entre nosotros y el Cristo. Por forzarlo a decidir si salvar del juicio a Aquel que no merecía castigo alguno o sentenciarnos al castigo de los pecados que ciertamente cometimos.

Si decimos que Dios exigió demasiado de Abraham con tal de demostrar su amor. Debemos reconocer que no pidió nada que no estuviese dispuesto a dar. Habremos de aclarar que aun que llevó a Abraham a ese punto, decidió también salvarnos, y que se entregó voluntariamente a circunstancias similares, sabiendo de antemano que nadie salvaría a su Hijo.

No. Dios no fue cruel con Abraham, simplemente hizo lo necesario para que Abraham entendiera cuánto amaba a Dios, y que eso, no se comparaba con todo el amor de Dios a su vida. No, Dios no mató a Isaac, pero si entregó a Jesús. No, Dios no jugó con los sentimientos y las afecciones de Abraham, solo comprobó que si Abraham estuvo dispuesto a dar a Isaac por amor al Dios perfecto, Él habría de estar presto a dar al Cristo por nuestros pecados.

03 May 2011

Siempre hay algo para ofrecer.




Subían la montaña poco a poco, sin prisas. Padre e hijo, paso a paso, avanzaban hacia la cima. Isaac era apenas un adolescente pero ya entendía bien de lo que esto se trataba. Abraham le había enseñado todo cuanto sabía acerca del Padre de las Luces, le había contado todo lo que La Verdad hizo por él y por Sara, su esposa. Isaac, a pesar de ser el único hijo legitimo de aquel matrimonio y de gozar todos los privilegios que representaba tener como padre al hombre más rico de la región, siempre tuvo los pies en la tierra. Abraham no lo consintió nunca, a pesar de amarlo tanto.

Aquella mañana, Abraham se levantó muy temprano y preparó todo lo necesario para la ofrenda, tan solo una cosa hacía falta. Isaac no se percató y, emocionado, ayudó a su padre a cargar los asnos. A pesar de que no haber visto con sus propios ojos lo que Abraham le contó que Jah había hecho, confiaba profundamente en su existencia. Fue instruido, desde pequeño, en honrar al Dios de sus padres, Aquel que prometió a Abraham un hijo, Aquel que había cumplido Su Palabra.

Acostumbraban ir al monte muy frecuentemente. Abraham estaba sumamente agradecido por la vida de Isaac, y no se cansaba de demostrar su agradecimiento con toda clase de ofrendas y sacrificios. Estaban a solo algunos kilómetros de la punta. Fue entonces cuando Isaac se dio cuenta de que estaba todo lo necesario para el altar, menos la ofrenda misma. Un poco preocupado por la idea de tener que volver camino atrás en busca de un carnero para sacrificar, preguntó: Padre, He aquí el fuego y la leña; mas ¿Dónde está el cordero para el holocausto?
Abraham no respondió, trago saliva esperando que eso resolviera el nudo en su garganta, y volteó la vista hacia su pequeño hijo. Al parpadear, las lágrimas que humedecían sus ojos escurrieron lentamente por sus mejillas.

Abraham y Sara eran una pareja bastante grande; para cuando volvieron de Egipto, él rosaba los cien años, y ella tenía unos pocos menos. De cualquier manera, Dios prometió que tendrían un hijo, sangre de su sangre. Cuando Sara oyó la noticia, no pudo evitar reírse: ¿qué posibilidades habían para una mujer estéril, de edad tan avanzada, con un marido tan viejo como Abraham? Olvidó que Dios no se deja intimidar por las probabilidades. Para sorpresa de todos, poco tiempo después, Sara cargaba en sus brazos al pequeño Isaac. Ese niño era lo único verdaderamente importante en la vida de Abraham y Sara. A lo largo del tiempo, ellos se habían hecho de riquezas, tierras y ganado, pero habrían de heredarlo a esclavos, pues no tenían descendencia. Ya cuando estaban resignados, Dios decidió sorprenderlos. Y ahí estaban los dos ancianos, cargando al amor de sus vidas.

Abraham reaccionó cuando Isaac jaló fuertemente sus vestiduras, gritando: ¡Papá!
Se secó las lágrimas y respondió con palabras débiles: “Dios se proveerá de cordero para el holocausto, hijo mío.” Mientras, dentro de sí, recordaba la noche anterior, cuando Dios le había pedido que sacrificara a Isaac, y se preguntaba por qué. Por qué Dios daría algo tan valioso para luego quitarlo. ¿No era suficiente tristeza ya la que invadía su hogar para sumarle esta gran tragedia? ¿Por qué sustituir la pena por gozo si al final todo resultaría en luto? Ciertamente, Abraham no entendía, pero nunca dejó de ascender la montaña. Pronto llegaron al lugar del sacrificio.

Isaac seguía sin entender absolutamente nada. ¿Dónde estaba el cordero? ¿Qué ofrecerían a Dios? ¿Por qué su padre lloraba tanto? Todo esto pasaba por la cabeza del pequeño cuando Abraham se hincó frente a él abrazándolo con todas sus fuerzas, separándose lentamente y besando su frente. Isaac no pudo más que sonreír, de nada estaba más seguro que del amor de su padre. De pronto, Abraham comenzó a envolver a su hijo con una resistente soga de cuero. En ese momento, Isaac entendió lo que sucedía. Efectivamente, había allí una ofrenda para Dios. No había corderos, carneros u ovejas, pero si había ofrenda. Ni siquiera intentó oponer resistencia. Dejó que Abraham lo atara y lo levantase hacia el altar. Cerró los ojos cuando vio que su padre levantó su brazo derecho, empuñando un cuchillo ferozmente, pero con el rostro bañado en lágrimas, lleno de un dolor indescriptible.

Abraham dejó caer su brazo con todas sus fuerzas. Después de unos segundos, se sorprendió de tener el brazo aun en el aire. Sintió como alguien sujetaba su brazo en alto y abrió los ojos, que también había cerrado. Entonces escuchó: “Abraham, no extiendas tu mano contra el muchacho, conozco cuanto me amas, pues no me has rehusado a tu hijo.”

El hombre se dejó caer de rodillas junto al altar, y lloró profundamente. De haberle preguntado por qué, no hubiese podido contestar. No era tristeza, ni alegría, simplemente se había dado cuenta de que a pesar de todo el amor que sentía por Isaac, Dios seguía siendo su prioridad.


He escuchado a algunos hablar acerca de esta historia de El Libro. He oído como critican a Dios, señalando la crueldad con que jugó con los sentimientos de Abraham. He estado presente en conversaciones donde se dice que qué clase de Dios es este, que decide manipular de tal forma a la gente que más le ama. Déjame decir algo:

El Dios que pidió a Abraham su hijo es, primero que nada, el único Dios soberano. Déjame decir que es el Dios celoso, que exige primacía en nuestros corazones. Ese Dios es quien entiende que para grandes cosas hacen falta grandes hombres, comprometidos con futuros enormes, dispuestos a deshacerse de lo más valioso, pues entienden que nada puede compararse a Su Amor.

El Dios que pidió a Abraham su hijo es un Dios que lleva situaciones al extremo, porque es solamente ahí donde somos nosotros mismos, sin hipocresías. Es el Dios que nos lleva el punto límite, para hacernos ver de qué estamos hechos. No es un Dios cruel, no es un Dios manipulador, no es un Dios que se divierte con nosotros; es un Dios que nos expone a nuestra naturaleza, a nuestros deseos, a nosotros mismos.

Abraham había amado a Dios con todas sus fuerzas, y en recompensa, Dios le dio a Isaac. Pero ahora, era otra cosa la que cautivaba el corazón del patriarca. ¿Acaso Isaac había sustituido a Dios? Abraham, no Dios, necesitaba saber la respuesta. Entonces Dios lo llevó al límite, haciendo que se enfrentasen directamente las dos grandes pasiones de Abraham. Aquel viejo tomó la decisión correcta. Nadie, ni Isaac, era más indispensable que el Dios que le había dado todo.

No es difícil encontrar ejemplos de gente que busca a Dios a cambio de algo, personas que están ahí insistiendo pero esperando una respuesta. En tiempos de necesidad o anhelos es común ver multitudes volteando hacia el Padre, pero qué cuando todos ellos reciben a su Isaac. ¿Qué de ti cuando recibes al hijo que tanto esperas? ¿Tus ojos permanecen en Él, o te concentras demasiado en tus recompensas? Esta historia no demuestra la crueldad de Dios, al contrario, demuestra lo crueles que nosotros podemos llegar a ser. Buscando a Dios esperando algo a cambio, y al conseguirlo, olvidarnos por completo de Él. Pero Abraham no, aquel hombre sabía que Dios vale la pena no solo en maldición sino en bendición, no solo en valle de sombra de muerte sino en paraísos. Abraham sabía que la amistad es fidelidad, y él fue llamado amigo de Dios.



Existe un argumento más, desde mi punto de vista el más fuerte de todos,
hemos de tratarlo en la siguiente historia... (continúa)