27 November 2012
Salmo 71
¡Con razón siempre te alabo! Escribió David desde su palacio real. Recargado en el barandal del balcón de su alcoba, podía ver la ciudad que Dios le había entregado. Estaban también sus hijos, jugando en los jardines reales. Un poco más a la derecha, sus valientes entrenaban, evidenciando su fortaleza y disciplina. Detrás de la muralla del palacio estaba la tienda donde, día y noche, levitas y cantores adoraban a Jehová.
Jerusalén estaba al fin en paz, próspera y bendita.
Pero David no escribía este salmo pensando solo en la abundancia presente. Recordaba los días en el campo, cuando cuidaba al rebaño de su padre. Aquella ocasión en que un oso intentó matar y comer a una de sus ovejas. El rey David, que entonces era un niño, corrió hacia el animal, brincó a su espalda y abrazó su cuello con todas sus fuerzas, que no eran demasiadas. La bestia dejó a su presa y rodó por el suelo intentando librarse de los brazos del pequeño pastor. No lo logró. David volvió contento a casa esa tarde.
Se acordaba también de la ocasión en que visitó a sus hermanos, quienes dudaban confusos junto al resto del ejército de Saúl, frente al campamento filisteo, donde un gigante paladín se mofaba de las tropas del Señor. Vistieron a David con la armadura del rey, tan grande como incómoda. El muchacho corrió hacia Goliat con nada más que una honda y cinco rocas. Volvió con la cabeza del filisteo en sus manos.
No solo eso tenía David en mente. También pensaba en la epoca en que Saúl lo odió con todas sus fuerzas, lo persiguió por todo el reino y lo hizo huir a las montañas, donde se refugió con algunos hombres, tan desdichados como él, quienes ahora eran sus más fieles valientes. Incluso sonrió cuando se acordó del día en que Saúl intentó clavarlo a la pared son su lanza.
David se acordó también de la muerte de Jonathán, su amigo. De la rebelión de Absalón, su hijo. Trajo a memoria la ocasión en que fue despreciado por sus súbditos, mientras huía del levantamiento en Jerusalén. Sintió de nuevo el mal sabor de boca cuando su padre no mandó llamarlo para la visita de Samuel, el profeta, quien terminaría por ungirlo rey.
"¡Con razón siempre te alabo!" escribió David, mientras las lagrimas se abrían paso en sus mejillas. El profundo agradecimiento que había en su corazón no nacía solamente de la gloria, la honra y la abundancia que Dios le había entregado, sino de todas las pruebas y los momentos difíciles que el Señor lo había hecho atravesar para llegar a ser quien era ahora.
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