08 January 2012
Hacía tiempo ya que el Mesías había ascendido al cielo a la vista de todos.
Los discípulos eran ahora los encargados de esparcir el evangelio por el mundo, y lo estaban haciendo exitosamente, a la manera de Jesús. Después de la primera predicación de Pedro, tres mil personas se unieron a ellos, y desde entonces la Iglesia no había dejado de crecer.
Aquella primera Iglesia era lo que el Cristo había planeado: se mantenían firmes en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en el partimiento del pan y en la oración. Las personas estaban asombradas por los muchos prodigios y señales que se veían a diario.
Todos los creyentes estaban juntos y tenían todo en común. De hecho, muchos de ellos vendían sus propiedades y posesiones, y compartían sus bienes entre sí según la necesidad de cada uno. No dejaban de reunirse en el templo y de casa en casa partían el pan y compartían la comida con alegría y generosidad, alabando a Dios y disfrutando de la estimación general del pueblo. Y cada día añadía el Señor a los que habrían de ser salvos.
Sin embargo, un día de aquellos, un hombre llamado Ananías también vendió una propiedad, y en complicidad con su esposa Safira, se quedó con parte del dinero y puso el resto a disposición de los discípulos.
El Espíritu hizo saber esto a Pedro, quien reclamó: "Ananías, ¿cómo es posible que Satanás haya llenado tu corazón para que le mintieras al Espíritu Santo y te quedaras con parte del dinero que recibiste a cambio del terreno? ¿Acaso no era tuyo antes de venderlo? Y una vez venido, ¿no estaba el dinero en tu poder? ¿Cómo se te ocurrió hacer esto? ¡No has mentido a los hombres, sino a Dios!
Al oír estas palabras, Ananías cayó muerto. Y un gran temor se apoderó de todos los que se enteraron de lo sucedido. Entonces se acercaron los jóvenes, envolvieron el cuerpo, se lo llevaron y le dieron sepultura.
Unas tres horas más tarde entró la esposa, sin saber lo que había ocurrido. -Dime- pre preguntó Pedro-, ¿vendieron ustedes el terreno por tal precio?
-sí- dijo ella-, por tal precio.
-¿Por qué se pusieron de acuerdo para poner a prueba al Espíritu del Señor? - le reclamó Pedro-, ¡Mira! Los que sepultaron a tu esposo acaban de regresar y ahora te llevarán a ti.
En ese mismo instante ella cayó muerta a los pies de Pedro. Entonces entraron los jóvenes y, al verla muerta, se la llevaron y le dieron sepultura.
Hay muchas cosas que debemos aprender de la historia de Ananías y Safira.: la mentira, el amor al mundo, el temor de Dios, entre algunos otros temas. Sin embargo, quiero concentrarme ahora en lo que los jóvenes hicieron, en lo que nos corresponde.
En la Iglesia hay muchas cosas que han muerto. Como jóvenes, sabemos distinguir muchas cosas que han quedado obsoletas, que estorban nuestro caminar, y que necesitan ser enterradas. Pero, hay que tener cuidado. Nosotros no tenemos la autoridad de decidir qué es lo que ha muerto y qué es lo que necesita ser enterrado. Sin embargo, Dios pone sobre nosotros autoridades capaces de señalar esas actitudes, esas liturgias, esos procedimientos y maneras de hacer las cosas, ese Ananías y esas Safiras.
Nosotros, como jóvenes, debemos estar prestos a enterrar aquello que nuestras entendidas autoridades juzguen como muerto. Es nuestra responsabilidad, y también nuestro derecho, como jóvenes, sacar y enterrar a lo muerto de la Iglesia, y disfrutar también de la frescura de lo nuevo de parte de Dios.
¿Qué es eso muerto en tu congregación? ¿Qué hace que tus reuniones apesten a fétido? Habla con tus autoridades, discutan y lleguen a acuerdos en qué es lo que necesita ser enterrado en tu Iglesia y, entonces, toma la responsabilidad de sacar esos cadáveres de tus reuniones, esas formas de hacer las cosas, y has espacio para lo nuevo de Dios. Entierra a tus muertos.
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