29 June 2011

Tocar su manto.



Para entonces Jesús se había convertido en una persona famosa. Mercados, ágoras, plazas y centros públicos de reunión albergaban con frecuencia conversaciones que Él protagonizaba. Ese joven, hijo de José, nacido en Belén, estaba trastornando el mundo con sus enseñanzas, milagros, palabras y ejemplo.

No era raro oír hablar de sus hazañas. La gente contaba del ciego que vio, el sordo que oyó, el cojo que corrió, todo gracias a aquel excéntrico carpintero. Sus discípulos ya se habían acostumbrado a las multitudes, pero Jesús seguía siendo un hombre más bien huraño. Prefería estar, más bien, entre amigos; hablar las cosas claras y sencillas.

La muchedumbre usualmente se agolpaba no para escucharle, no para aprender, no para cambiar el mundo. La gente estaba ahí, tras Jesús, porque sabía que al final del día habría pan para comer o un milagro para recibir. El Maestro no tenía problema en darle a aquellos lo que esperaba pero entendía perfectamente que para establecer el Reino de los Cielos se necesita gente que prefiere dar que recibir.

Es por eso que esa tarde entre la multitud significó tanto para Él. Jesús caminaba rodeado de gente que empujaba constantemente gritando y exigiéndole milagros y señales. Comenzaba a sentirse incomodo, aunque nunca harto. La multitud apretaba fuertemente y los esfuerzos de sus discípulos para contenerlos eran vanos.

Fue entonces cuando una mujer se hizo espacio entre todo ese mar de gente, escabulléndose entre cada persona, aprovechando cada pequeño hueco para avanzar hacia Jesús. La mujer no gritó, no lloró, no suplicó. Ella simplemente se acercó a Jesús sabiendo que si lograba tocar al menos la punta del manto del Maestro, sería sana de aquel flujo de sangre que la atormentaba desde hacía tantos años, a pesar de los intentos vanos que tantos médicos habían hecho por intentar curarla. Se acercó con la certeza plena de que Jesús podría hacerlo sin necesidad de tanto alboroto.

Logró abrirse camino hasta donde Jesús pasaba, estiró el brazo con todas sus fuerzas y apenas alcanzó la punta del manto del Cristo. Se alejó, estaba hecho. Entonces Jesús se detuvo, y entre la multitud preguntó: “¿Quién me ha tocado?”. Pedro volteó a verlo sonriendo por lo que pensó, había sido una broma, pero Jesús mantuvo la pregunta con sus ojos y aclaró: Ha salido poder de mí. Entonces todos los discípulos comprendieron y comenzaron a buscar.

La mujer veía la escena desde unos menos atrás, y sabiendo que Jesús se refería a ella, decidió acercarse. El Maestro la vio, y entonces sí, sonrió y dijo: Hija, tu fe te ha sanado.


Mucha gente intenta acercarse a Dios esperando conseguir algo a cambio. Hay multitudes que piensan en Él solo cuando hay problemas o tribulaciones. Muchos otros se acercan con métodos preestablecidos, pensando que con ciertas normas o conductas serán más “espirituales”. Blah! Seamos honestos, Dios aborrece nuestras ceremonias religiosas. Lo que Jesús está esperando no son multitudes que le griten elogios choteados o le pidan milagros todo el tiempo. Lo que Jesús quiere es gente con la actitud de aquella mujer, gente que entiende que no se trata de pedir sino de hacer, no de apariencias y grandilocuencia sino de humildad y fe.

No importa por cuánto tiempo hayas estado enfermo, no es relevante si todos los médicos han fracasado, no tiene importancia el tipo de tu enfermedad, se trata de tu actitud. Lo único realmente importante es que sepas salir de la multitud que “busca” a Dios, que sepas abrirte paso entre las religiones y doctrinas, y logres llegar tan solo a rozar la punta del manto de Jesús, simplemente. Entonces Jesús volteará sonriendo a decirte: Tu fe te ha salvado.

1 comment:

  1. tarde, pero la leí :) acabo de encontrar el mail en mi correo. Buena historia amigo

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