21 February 2011

La sal del mundo



La ciudad llevaba años sumergida en la más profunda de las perversiones. Sodoma era un caldo hirviendo, lleno de inmundicia y maldad. Las cosas en Sodoma ya eran normales para sus habitantes. Nadie se sorprendía o indignaba por casos de adulterio, incesto, zoofilia y fetiches mayores. Aquella ciudad había llegado al cinismo: No solamente sabemos que somos sucios, sino que nos gusta nadar en el lodo.

Las reglas éticas, morales y cívicas eran pisoteadas constantemente, ya imaginarás lo que sucedía con los preceptos del Libro Sagrado. La gente en Sodoma había “evolucionado” demasiado, eran vivo ejemplo de la “mente abierta” y el liberalismo exacerbado. El Libro de Libros nada tiene en contra de la libertad, pero entiende perfectamente que es directamente proporcional a la responsabilidad.

En Sodoma no era sorpresa intercambiar parejas, hijos, hijas, esposas. No asombraba a nadie el erotismo tergiversado y la pornografía. La ninfomanía no era un trastorno psicológico, era un fenómeno social.

Extrapola estas dimensiones de maldad a cada ámbito de la vida: a la familia, a las amistades, a la administración pública, al gobierno, a las escuelas e iglesias, a la literatura y las artes. Todo aquello que en algún momento y lugar aspiró a ser sublime, se derretía en el fuego ardiente de las bajas pasiones de Sodoma. Nadie tiene argumento contra la premisa: “no hay esperanza para Sodoma”, y no por qué no la hubiese, sino porque nadie allí creía necesitarla.

Nadie, excepto Lot, sobrino de Abraham. Lot y su familia habían llegado a la ciudad cuando las cosas no eran tan graves, y con el tiempo, habían aprendido a mantenerse limpios entre la porquería. ¿Puedes imaginar una aguja en un pajar? ¿Una perla entre lodo? ¿Un hombre de principios entre gente sin identidad? Eso eran Lot y su familia en Sodoma.

El Padre de las luces tenía muy en cuenta la dignidad con la que Lot portaba su nombre, su origen, su fe. Sin embargo, en muy diversas ocasiones su paciencia había caído frente a la preocupación de ver a Lot rendirse. Lot y su familia, a pesar de las circunstancias, amaban la ciudad, y creían que esa gente malvada, sus amigos al fin, podrían volver sus ojos a la Luz.

La Justicia observaba constantemente, esperando que Lot tuviera razón, pero un alma perdida, amante de su perdición, está condenada para siempre. En casos así, quemar la paja suele ser la única forma de hallar, y salvar, la aguja. Así que La Verdad Absoluta puso a Lot un ultimátum: tenía que abandonar la ciudad. Ángeles fueron enviados para dar aviso a Lot de la decisión de El Eterno, y aun ellos fueron amenazados por la inmoralidad en Sodoma cuando la gente intentó hacerse de ellos para violarlos. La evidencia era innegable, Lot no tuvo más remedio que reconocer la veracidad del designio divino, habría que abandonar la ciudad, o perecer junto con ella.

Lot y su familia tomaron solamente lo más indispensable. Las órdenes fueron muy precisas: sal de esta ciudad y no mires atrás. La familia corría a toda prisa lejos de Sodoma. Fue entonces cuando vieron el cielo contraerse de una forma extraña. Las nubes formaron un indescriptible orden circular y se tornaron color rojo. Sopló un poderoso viento ardiente, tuvieron que encorvarse y cubrir sus ojos con ropa para evitar quemaduras. Enfrente de ellos, mientras se alejaban, pudieron ver el resplandor carmesí eléctrico reflejado de lo que sucedía a sus espaldas: una inmensa columna de fuego comenzaba a descender sobre Sodoma. El fuego descendía, consumiendo todo a su paso, sobre el pecado, la inmundicia y la perversidad; pero también descendía sobre los amigos, los vecinos, los compañeros.

La mujer de Lot no pudo evitar mirar atrás: su corazón puro amaba esa putrefacta ciudad. Al instante, justo al ver la destrucción intempestiva de Sodoma, sus huesos empezaron a expandirse, su piel se endurecía lentamente, mientras que sus cabellos se cristalizaban de la misma manera en que su cuerpo pasaba a ser una estatua de sal. Sal, el más poderoso de los conservadores.

Lot sintió en su palma como el brazo de su esposa se granulaba. Se detuvo por un momento. Parpadeó, tragó saliva, y junto con ella todo el dolor de su corazón. Entonces soltó el brazo de su mujer y siguió caminando.

Muchos interpretan esta poderosa historia de manera distinta. Muchos dicen que la mujer de Lot amaba más el pecado que a Dios, y convertirse en sal fue el castigo divino a ese desorden en sus prioridades. Muchos dicen que en esa familia, el único entendido era Lot, y que su mujer, con sus actitudes, demuestra la hipótesis. Muchos dicen que en el corazón de la mujer de Lot ardía un amor tal por el pecado que deseaba profundamente la preservación de Sodoma, y por lo mismo, fue destruida junto con ella.

Con todas esas versiones yo comparto solamente algunas cosas. Creo sinceramente que la mujer de Lot amaba a Sodoma, pienso en verdad que deseaba profundamente la preservación de la ciudad y creo, con todo mi corazón, que esa mujer no amaba el pecado, sino a los pecadores. Y es que ¿por qué otro motivo habría de convertirse en sal? Si en verdad fue un castigo, bien pudo haber sido transformada en agua, en estiércol. Si en verdad amaba el pecado, bien pudo haberse negado a salir de la ciudad con Lot y haber permanecido en las orgías públicas de Sodoma.

Pudieron haber pasado muchas cosas, pero sucedió solo esta: se convirtió en una estatua de sal. Se convirtió en sal porque era esa su esencia, porque todo en ella anhelaba la preservación de la ciudad, porque soñaba con ver esa ciudad transformada y purificada por el poder el amor. Se convirtió en sal porque toda su vida había estado encaminada a preservar a aquellos pecadores de la destrucción, pues sabía bien que mientras hay vida hay esperanza.

No, no me digan que esa mujer amaba este mundo por todos sus vicios, no me digan que era impía y pecadora, no me digan que murió castigada por sus impurezas. No! No digan eso porque aquella mujer amaba este mundo con la misma intensidad que yo lo amo. No digan eso porque esa mujer se desvivía en contagiar a todo Sodoma su pasión por la fe y la santidad. No digan eso porque esa mujer deseaba, como yo lo hago, que el mundo se diera cuenta de su realidad y volteara sus ojos al Altísimo. No digan eso.

No se atrevan siquiera a creerlo, porque esa mujer confiaba, en que tarde o temprano, sus amigos, sus vecinos, sus compañeros, sus seres más queridos se darían cuenta de que los caminos por los que andaban los guiaban a la muerte. No digan eso porque la fe y la santidad de esa mujer retrasó la destrucción de Sodoma por no sabemos cuántos años.

No digan eso, porque al decirlo, desvirtúan el valor de cientos y cientos de personas que nos esforzamos día con día a vivir en santidad, personas que fallamos y caemos, pero nos levantamos siempre con la firme convicción de que nuestros esfuerzos no son vanos. Personas que sabemos que si este mundo permanece, a pesar de todos sus males, es por que existimos y vivimos con el sólido designio de compartir la certeza de nuestra fe con nuestro entorno inmediato. No! No digan eso, porque, al final, cuando mi espíritu se convierta en sal, aquellos que me conocen sabrán bien que no fue el pecado lo que me llevó a tal condición, sino un profundo amor por las almas de este mundo.

2 comments:

  1. si macho, pero si te dicen que no voltees, no voltees...
    hay alguien que sabe amar mas que nosotros a esas almas

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