17 March 2010

Fuego del Cielo

Para Adriana, cuyas ausencias me enseñan a ser cada vez una planta más fuerte; y esperar entonces beber las nutritivas aguas de su amistad.

Eran los tiempos del rey Acab, hijo de Omri. Sin duda, aquellos días eran malos. La nación completa se había volcado hacia la maldad y la perversión. El pueblo se había apartado de La Verdad y La Justicia.

Entonces Elías tisbita se levantó de entre la corrupta multitud y dijo a Acab: Vive El Padre de las Luces, en cuya presencia estoy, que no habrá lluvia ni rocío en estoy años sino por mi palabra.

Pasaron días y meses, y la tierra no bebió ni una sola gota de agua. Los arroyos se secaron, los ríos no eran más que veredas, y los pastizales ahora eran desiertos. La voz de aquel tisbita hacía eco en los oídos del rey Acab. Se envió por todo el reino hombres que lo buscasen, sin embargo nadie logró hallarlo. La desesperación ganaba cada vez más terreno. El hambre y la sed eran común denominador, la nación comenzó a pagar las consecuencias de sus crímenes.

Mientras tanto, Elías habitaba en una cueva, en Querit. Aislado del mundo, manteniendo una relación personal con el Dios de sus ancestros. Nunca le hizo falta nada, y si lo hubiera hecho, poco hubiera importado. Mejor es un día con ÉL que mil fuera de su presencia.

No obstante llegó el día que alguna vez fue profetizado. Elías salió al encuentro del rey Acab. Se presentó delante de una nación sedienta, pero aún pervertida. Cientos de profetas y sacerdotes le hacían frente a Elías. Miserables, poco entendidos, no tenían idea de a quien se oponían. No era Elías a quien enfrentaban, era La Justicia misma quien les combatía.

Elías reprendió al pueblo: ¿Hasta cuándo claudicareis vosotros entre dos pensamientos? Si La Justicia es vuestro Dios entonces seguidle; y si Baal es entonces, id en pos de él.

Elías tisbita conocía bien las capacidades de El Padre de las Luces, aquellos días en la cueva habían servido para conocer personalmente a aquel Dios que todos conocían al menos de oídas. Elías no dudo ni un segundo, convocó a todos los profetas de Baal a una contienda: “Dénsenos dos bueyes y escojan ustedes uno, y córtenlo en pedazos, y pónganlo sobre leña, pero no pongan fuego debajo; y yo prepararé el otro buey, y lo pondré sobre leña, sin ningún fuego debajo. Invocad luego vosotros el nombre de vuestros dioses y yo invocaré el nombre de La Verdad; y el Dios que respondiere por medio de fuego, ese sea nuestro Dios."

Todo el mundo estuvo de acuerdo. Los profetas de Baal comenzaron sus rituales: canticos, sacrificios, gritos, alaridos. Se mutilaban a sí mismos haciendo de sus cuerpos ríos de sangre. Pero nada ocurrió. Elías los impulsaba: " gritad en voz alta, quizá su dios está meditando, quizá tiene algún trabajo, o tal vez duerme y hay que despertarle". Pasaron las horas y nada sucedió.

Era turno de Elías. Hizo traer hombres que cavaron un canal alrededor del altar. Luego, derramó tres rondas de cuatro cantaros de agua sobre el altar, de tal forma que incluso el canal rebosaba. Entonces gritó: Padre, sea hoy manifiesto que tu eres Dios, que conozca este pueblo que tu eres el Dios, y que vuelves a ti el corazón de ellos. Entonces fuego cayó del cielo y consumió el holocausto, la leña, las piedras y el polvo, aún lamió el agua que estaba en la zanja.

Es muy probable que alguna vez hayas pensado que todo esto es demasiado, que estás de acuerdo con la libertad y con la tolerancia pero que es probable que hayamos cruzado el límite. Posiblemente te has sentido incomodo dentro de ti mientras las multitudes ríen. Piensas que nos acercamos cada vez más a las atrocidades del antiguo Circo Romano. Poco nos falta para volver a las prácticas brutales y crueles de la Edad Media. Esto de la civilización es un círculo que nos trae de vuelta a la barbarie.

Te pregunto hoy lo que preguntó Elías aquel día: ¿Hasta cuándo claudicareis entre dos pensamientos? Puedes elegir cualquier cosa, pero debes elegir de una vez. Quieras o no, dos fuerzas se enfrentan cada día, y no puedes permanecer en tierra de nadie. Estás con unos o con otros, con ellos o con nosotros. De un lado los corruptos, los inicuos, los criminales y los deshonestos. De otro lado los hombres justos, los esforzados, los valientes, la gente de principios.

Día a día cada uno de nosotros se levanta delante del pueblo a denunciar las impiedades, las trampas, los abusos. No hace falta que digamos que no lloverá más, pues hace bastante tiempo que estamos en sequía (México lleva siglos en decadencia). Sin duda, se acerca el día en que nos enfrentaremos: ellos contra nosotros. Comprobaremos entonces si es verdad que “el que no tranza no avanza”, que “no pasa nada”, etc. Pronto seremos juzgados ante el pueblo, ante La Verdad, ante nuestro futuro. Decide de una vez si estarás con los falsos profetas, o serás de aquellos cuyo altar es consumido por El Fuego del Cielo.

08 March 2010

La imponente estatua


No basta con vencer una batalla. Bien lo dice el Libro Sagrado: el que persevere hasta el fin...
Daniel, Azarías, Misael y Ananías demostraron al mundo que es posible permanecer fiel, enseñaron a todos que la Justicia y la Verdad no han dejado, y nunca dejarán de ser, inconmovibles, inmutables, invencibles.
El resultado fue bastante claro, abrumadora victoria para aquellos que propusieron en su corazón no contaminarse. Sin embargo, la guerra debe ganarse todos los días, hasta el fin.
No conocemos las fechas exactas, pero no pudo haber pasado mucho tiempo desde aquella honrosa presentación delante del rey y la siguiente batalla...


El rey Nabucodonosor hizo una estatua de oro cuyas dimensiones eran sesenta codos de alto y seis codos de ancho. La levantó en el campo de Dura, en la provincia de Babilonia. Y envió el rey a que se reunieran los sátrapas, los magistrados, capitanes, oidores, tesoreros, consejeros, jueces y todos los gobernadores de las provincias, para que viniesen a la dedicación de la estatua que había construido.

Fueron pues reunidos todos los súbditos del rey y estaban de pie delante de la enorme estatua. La inmensidad de la escultura hacía parecer del soldado más fuerte de todo el ejército no más que un pequeño niño. Pocas veces se había visto tanto oro en un mismo lugar, mucho menos fuera de una mina! Ni pensar que en un artificio humano! Aquella majestuosa estatua era imponente, monstruosa.

El pregonero anunciaba en alta voz: Mándese a vosotros, oh pueblos, naciones y lenguas, que al oír el son de la bocina, de la flauta, del tamboril, del arpa, del salterio, de la zampoña y de todo instrumento de música, os postréis y adoréis la estatua de oro que el rey Nabucodonosor ha levantado; y cualquiera que no se postre y adore, inmediatamente será echado dentro de un horno de fuego ardiente.

Hacía algún tiempo Daniel, Azarías, Misael y Ananías pensaron haber dejado claro que no estaban dispuestos a contaminarse, a postrarse ante otro dios, otra cultura, otra idiosincrasia. Por supuesto, no se inclinaron delante de aquella estatua, que por más imponente no pasaba de ser creación humana. Pensaban, sin dudarlo, que había allá afuera una Verdad mucho más poderosa que la gran estatua.

Los traidores no tardaron en aparecer. Los jóvenes fueron denunciados y llevados delante del rey. Aquellos eran los mejores hombres del reino, los más sabios, eficientes y fieles. No obstante, la mano del rey debía hacerse sentir. No había lugar a tolerancia, a la más mínima desobediencia. Habló Nabucodonosor y les dijo: ¿Es verdad que vosotros no honráis a mi dios, ni adoráis la estatua que he levantado? Ahora pues, ¿estáis dispuestos para que al oír el son de la música os postréis y adoréis la estatua que he hecho? Porque sino la adorareis, de inmediato series echados en medio de un fuego ardiendo; ¿y qué dios será aquel que os libre de mi mano?

Azarías, Misael y Ananías ni siquiera lo pensaron. Sus nervios estaban perfectamente controlados, sus rodillas no temblaban, ni sus ojos despedían lágrimas. Respondieron al rey diciendo: No es necesario que te respondamos sobre este asunto. He aquí nuestro Dios puede librarnos del horno de fuego ardiendo; y de tu mano, oh rey, nos librará. Y si no, sepas oh rey, que no serviremos a tus dioses, ni tampoco adoraremos la estatua que has levantado.

Entonces Nabucodonosor se llenó de ira, y se demudó el aspecto de su rostro contra los jóvenes, y ordenó que el horno se calentase siete veces más de lo acostumbrado. Y envió a hombres muy vigorosos que tenía en su ejército, que atasen los muchachos para echarlos en el horno de fuego.

Los jóvenes fueron atados con sus mantos, sus calzas, sus turbantes y sus vestidos, y fueron echados dentro del horno de fuego ardiendo...


El fin de la historia es ahora irrelevante. Nos queda claro que Azarías, Misael y Ananías no negaron nunca su fe, no renunciaron nunca a sus convicciones, no se inclinaron jamás ante aquello que consideraban perfecto. No, no hubiese sido simplemente hincarse ante una estatua. Postrarse ante ese ídolo hubiera significado la derrota de todo su pasado. Rendirse ahora, sería hacer que todo el esfuerzo anterior, suyo y de sus ancestros, terminará en aquel horno. Sin duda, era mejor que ardiesen sus cuerpos y no su fe: la fe no se consumiría nunca, sin importar que tan intenso pudiesen ser las llamas.
Y tú qué piensas que no te postras delante de nada, que vas por la vida haciendo reverencia a las estatuas y ni siquiera te das cuenta. Es verdad que no hay grandes esculturas de oro delante de ti, pero si hay muchas estatuas. Es cierto que no te incas ante nada, pero si sucumbes ante la más mínima presión. ¿Acerca del horno de fuego? No, ningún horno con llamas te espera aún.
Pero ahí están las imponentes estatuas: está ahí la presión social, están ahí las nuevas tendencias, las ideologías. Están ahí la corrupción, la mediocridad, la indiferencia, la apatía. Están delante de ti, tan imponentes como aquella estatua en medio del campo Dura. Está también la amenaza del fuego: la presión social, el qué dirán, tu reputación, tus “oportunidades” de ascenso sucio. Llegó la hora de escoger, puedes hincarte ante las grandes estatuas y hacer que tus valores se consuman en el fuego o puedes decidir permanecer de pie no importa cuánto tiempo tarde la música ordenando que te postres.