17 March 2012



No lograba cerrar los ojos.
Trataba de desentenderme de la situación, pero el pensamiento seguía ahí, no podría cerrar los ojos.
Intenté voltear la mirada pero tampoco funcionó, la escena atraía todos mis sentidos.
Traté, una vez más, de cerrar los ojos.

Hubiera preferido no cerrarlos. Poco tiempo me duró la obscuridad: recordé aquella vez en el metro, cuando una mujer subió sosteniendo de la mano a su pequeña niña. Anunció, sin demasiado animo, las guitarras de papel que vendía. Nadie compró, y su mirada no ocultó su desilusión, se sentó en uno de los asientos vacíos. Mientras tanto la niña, con rasgos faciales que delataban trisomia en el vigésimo tercer cromosoma, recogía una basura del piso para jugar con ella. La mujer cerró los ojos, como lo había hecho yo, y una lágrima escurrió por su cansada mejilla.

Abrí los ojos, pero la maldad estaba todavía allí: los cerré de nuevo y pude verme sentado en el camión al tiempo que una mujer, cubreboca en rostro, abordaba la unidad con dificultad llevando consigo unos papeles. Vi la tristeza húmeda en sus ojos y escuché su voz temblorosa y quebrada. La escuché de nuevo, como lo había hecho hace años ya.

Separé los parpados, y la escena aún no terminaba. Otra vez pretendí huir a las tinieblas pero solo pude ver al indigente arrastrarse sobre el pavimento, haciendo espacio al peatón mientras trataba de levantar y sostenerse sobre su rebelde pierna atrofiada. Vi sus ojos encontrándose directamente con los míos.

La imagen desapareció, pero lejos de ser sustituida por tranquilidad y calma, fueron sus palabras lo que vino a mi mente: Vosotros sois la sal de la tierra; pero si la sal se desvaneciere, ¿con qué será salada? Vosotros sois la luz del mundo; no se enciende una luz y se pone debajo de un almud, sino sobre un candelero, y alumbra a todos los que están en casa. Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.

Abrí los ojos una vez más, y esta vez no intenté cerrarlos de nuevo, ni voltear la mirada, ni omitir el ruido. Esta vez me puse de pie y caminé hacia el hombre que golpeaba salvajemente a su mujer, esta vez mi luz iba a alumbrar al mundo.