30 June 2011

Salir.

En aquella época estábamos sometidos bajo el yugo filisteo. Si bien nuestro rey era Saúl, los verdaderos amos eran esos extranjeros. Hacía mucho tiempo que nos dominaban: pagábamos tributo, rendíamos pleitesía e incluso teníamos prohibido tener armas y azadones, debíamos ir a aldeas filisteas para afilar nuestras herramientas de trabajo pues nadie en Israel tenía permitido portar metal filoso.

Saúl había obtenido algunas victorias al principio de su reinado, pero desde que cometió esa locura y Jah se apartó de él, las cosas no andaban para nada bien. Por mucho tiempo nuestro pueblo soportó el acoso filisteo, y poco a poco nos fuimos acostumbrando al sometimiento: dejamos de oponer resistencia, perdimos la dignidad, bajamos la frente, pusimos la mirada al suelo, y huimos a cuevas.

Vivimos ocultos mucho tiempo, nos acostumbramos a la miseria, nos conformamos a lo necesario y dejamos de temerle a la oscuridad. Nuestros hijos no conocían nada mejor, nuestras mentes dejaron de recordar glorias pasadas y perdimos la capacidad de soñar un futuro más grande.

Fue uno de esos días, entre las sombras, que escuchamos alboroto impresionante en el campamento filisteo. Salimos la cueva con precaución, y vimos a Jonatán, hijo de Saúl, avanzando junto con su escudero entre la guarnición del enemigo. Los guerreros filisteos caían uno tras otro ante la espada del hijo del rey, y su escudero los remataba. Volteé alrededor y vi como de entre la montaña y sus cavernas se asomaban familias completas, contemplando la hazaña. Levanté el brazo llamando la atención de los demás hombres, los miré y asentimos juntos el rostro, entendíamos el tiempo, entonces gritamos.

Corrimos tras Jonatán y junto con él hicimos trizas aquel campamento filisteo. El enemigo huyó de nosotros, y aquel día fuimos libres.

Más tarde tuvimos la oportunidad de hablar con Jonatán. Nos dimos cuenta que por mucho tiempo fuimos víctimas de nosotros mismos, de nuestro mentalidad cerrada, de nuestra actitud de esclavos. Fuimos nosotros los que nos recluimos en aquellas cuevas, olvidando todo aquello que nuestro Dios nos había concedido. Renunciamos a nuestras riquezas, a nuestra libertad, renunciamos a nuestros sueños. Éramos todo un pueblo sometido rendido ante el temor. Pero bastó que un joven soldado con actitud diferente nos demostrara quienes éramos, nos recodara de lo que nuestro Dios era capaz.

Aquel día Jonatán venció el temor y la apatía, entonces vencer al enemigo externo fue bastante sencillo. Una vez que uno triunfa sobre sí mismo es difícil que alguien le detenga. ¿En qué situación está tu pueblo? ¿Están ocultos en cavernas, huyendo del miedo y de la inseguridad? ¿Están escondidos en las sombras para evitar toparse con su realidad violenta? Hace falta tan solo un joven con actitud diferente, se necesita solamente alguien que entienda que los verdaderos enemigos están dentro de uno mismo. Entonces aquel se levantará, vencerá y muchos se le unirán para obtener la victoria absoluta, tal como se levantó Jonatán y nos unimos todos aquél día, contra los filisteos.

29 June 2011

Tocar su manto.



Para entonces Jesús se había convertido en una persona famosa. Mercados, ágoras, plazas y centros públicos de reunión albergaban con frecuencia conversaciones que Él protagonizaba. Ese joven, hijo de José, nacido en Belén, estaba trastornando el mundo con sus enseñanzas, milagros, palabras y ejemplo.

No era raro oír hablar de sus hazañas. La gente contaba del ciego que vio, el sordo que oyó, el cojo que corrió, todo gracias a aquel excéntrico carpintero. Sus discípulos ya se habían acostumbrado a las multitudes, pero Jesús seguía siendo un hombre más bien huraño. Prefería estar, más bien, entre amigos; hablar las cosas claras y sencillas.

La muchedumbre usualmente se agolpaba no para escucharle, no para aprender, no para cambiar el mundo. La gente estaba ahí, tras Jesús, porque sabía que al final del día habría pan para comer o un milagro para recibir. El Maestro no tenía problema en darle a aquellos lo que esperaba pero entendía perfectamente que para establecer el Reino de los Cielos se necesita gente que prefiere dar que recibir.

Es por eso que esa tarde entre la multitud significó tanto para Él. Jesús caminaba rodeado de gente que empujaba constantemente gritando y exigiéndole milagros y señales. Comenzaba a sentirse incomodo, aunque nunca harto. La multitud apretaba fuertemente y los esfuerzos de sus discípulos para contenerlos eran vanos.

Fue entonces cuando una mujer se hizo espacio entre todo ese mar de gente, escabulléndose entre cada persona, aprovechando cada pequeño hueco para avanzar hacia Jesús. La mujer no gritó, no lloró, no suplicó. Ella simplemente se acercó a Jesús sabiendo que si lograba tocar al menos la punta del manto del Maestro, sería sana de aquel flujo de sangre que la atormentaba desde hacía tantos años, a pesar de los intentos vanos que tantos médicos habían hecho por intentar curarla. Se acercó con la certeza plena de que Jesús podría hacerlo sin necesidad de tanto alboroto.

Logró abrirse camino hasta donde Jesús pasaba, estiró el brazo con todas sus fuerzas y apenas alcanzó la punta del manto del Cristo. Se alejó, estaba hecho. Entonces Jesús se detuvo, y entre la multitud preguntó: “¿Quién me ha tocado?”. Pedro volteó a verlo sonriendo por lo que pensó, había sido una broma, pero Jesús mantuvo la pregunta con sus ojos y aclaró: Ha salido poder de mí. Entonces todos los discípulos comprendieron y comenzaron a buscar.

La mujer veía la escena desde unos menos atrás, y sabiendo que Jesús se refería a ella, decidió acercarse. El Maestro la vio, y entonces sí, sonrió y dijo: Hija, tu fe te ha sanado.


Mucha gente intenta acercarse a Dios esperando conseguir algo a cambio. Hay multitudes que piensan en Él solo cuando hay problemas o tribulaciones. Muchos otros se acercan con métodos preestablecidos, pensando que con ciertas normas o conductas serán más “espirituales”. Blah! Seamos honestos, Dios aborrece nuestras ceremonias religiosas. Lo que Jesús está esperando no son multitudes que le griten elogios choteados o le pidan milagros todo el tiempo. Lo que Jesús quiere es gente con la actitud de aquella mujer, gente que entiende que no se trata de pedir sino de hacer, no de apariencias y grandilocuencia sino de humildad y fe.

No importa por cuánto tiempo hayas estado enfermo, no es relevante si todos los médicos han fracasado, no tiene importancia el tipo de tu enfermedad, se trata de tu actitud. Lo único realmente importante es que sepas salir de la multitud que “busca” a Dios, que sepas abrirte paso entre las religiones y doctrinas, y logres llegar tan solo a rozar la punta del manto de Jesús, simplemente. Entonces Jesús volteará sonriendo a decirte: Tu fe te ha salvado.