26 February 2011

¡Sube al árbol!




Algunos decían que era el Hijo de Dios. Otros pensaban que era alguno de los grandes profetas vuelto a la vida. Había quien creía que era tan solo un buen hombre, uno de esos locos que renuncian a todo para ayudar a los demás. Incluso había quien lo admiraba por sus obras humanitarias. No faltaban los que pensaban que era un rebelde insurrecto, que le metía ideas locas a la gente con su apariencia de hombre bueno. Pero lo cierto es que, la mayoría pensaba que no era más que el hijo del carpintero. ¿Algo bueno podía salir de Nazaret?...

Llegó a Jericó provocando todas estas declaraciones. Estaba simplemente caminando por la ciudad pero, para bien o para mal, la gente se agolpaba a su alrededor. Muchos querían verle, escucharle, aprender algo de él. Muchos otros querían juzgarlo, atraparlo y apedrearlo. Podían poner en tela de juicio su origen o incluso su integridad, pero nunca su capacidad de convocatoria.

La gente que lo rodeaba era ya multitud, y justo ahí, detrás de todos ellos, apareció Zaqueo. De este pequeño hombre se escuchaban muchas historias. Desde luego, gran parte de ellas se relacionaban, en tono irónico, a su corta estatura. Chistes, bromas pesadas, mofas, pero todo a sus espaldas. Y todo esto podía hablarse detrás de él, pero nunca de frente, pues el poder y la autoridad de este individuo eran inversamente proporcionales al tamaño de su cuerpo. Cuando Zaqueo entraba a las asambleas la gente se ponía de pie. Cuando Zaqueo levantaba la mano, los murmullos de mujeres y los gritos de voces alborotadas cesaban para dar paso a un gran silencio. Cuando una decisión había sido tomada, y la opinión de Zaqueo era contraria, se hacía necesaria una reconsideración. No importaba que tan pequeño pudiera resultar el cuerpo de Zaqueo, su carácter era demasiado grande, imponente, y eso ha bastado desde siempre y lo sigue haciendo, y aun hacerlo siempre, si es que este mundo quiere esperanza.

Zaqueo, el millonario jefe de los publicanos, no era como cualquier otro hombre pequeño. Él había sabido cómo llenar el vacío que su estatura dejaba. Mañas, torturas, violencia, estafas, trampas, sobornos, chantajes, manipulaciones, por solo mencionar algunas de las técnicas de persuasión que Zaqueo manejaba bastante bien. Había conseguido el poder a base de esfuerzo y, sobretodo, colmillo.

Pero todo esto no importa ahora porque estaba detrás de todo ese mar de gente. Esta vez no había trato especial para nadie. Desde el gobernador hasta el vagabundo debían luchar entre la multitud por un buen sitio para ver a Jesús. Esta ocasión no era suficiente con los títulos o el dinero para conseguir un buen puesto, esto es otra de las cosas que tanto sorprendían de Jesús, no tenía precio. ¿Qué valor puede tener el dinero para alguien que ha encontrado cosas más grandes?

Zaqueo hizo lo único que podía hacer. Había un árbol de sicómoro junto a la calle por donde Jesús pasaba y, corriendo hacia allí, trepó para poder verle. Cuando Jesús llegó a aquel lugar, mirando hacia arriba, le vio, y le dijo: Zaqueo, date prisa, desciende, porque hoy es necesario que pose yo en tu casa. Entonces él descendió aprisa, y le recibió gozoso.

Jesús comió en casa de Zaqueo; quien sabe cuántas horas habrán pasado hablando, bromeando, debatiendo y jugando. Fue entonces cuando comenzaron a hablar las lenguas envidiosas: los que pensaban que era Hijo de Dios, dudaron. Los que creían que era un profeta, titubearon. Los que creían que era un buen hombre, vacilaron. Y aquellos que desde siempre pensaron mal de él, celebraron su intuición y buen atine, diciendo que había entrado a posar con un hombre pecador.
Entonces sucedió lo que nadie imaginaba: Zaqueo, puesto en pie, con algunas lágrimas en los ojos y un rostro reflejando sincera convicción, dijo: He aquí, Jesús, la mitad de mis bienes doy a los pobres; y si en algo he defraudado a alguno, se lo devuelvo cuadruplicado.
La gente no sabía cómo reaccionar. ¿En qué momento pasó? Nadie había visto a Jesús regañando o amenazando a Zaqueo. Nadie escuchó que Jesús le dijera algo acerca del castigo eterno, el infierno, o el sufrimiento que le esperaba como justa recompensa a la forma de vida que había llevado. Sin embargo, ahí estaba Zaqueo delante de todos, con el corazón en la mano, sinceramente arrepentido, prometiéndole a Jesús devolver todo lo que había robado.

Como he dicho antes, nadie sabía qué hacer, solo Jesús. Él dijo: Hoy ha venido la salvación a esta casa; por cuanto Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido.


Hay dos cosas muy simples que quiero decirte hoy, no importa quién seas, de donde vengas o en qué creas. Estas cosas son, y miles de personas podrían confirmarlo, verdades inalterables.
Debes saber, que si estas en lo correcto, habrá gente que diga lo contrario; por lo tanto, deja de preocuparte por las opiniones en tu contra, simplemente comprueba, con tu comportamiento, que todo es mentira.

Sépase también, que si tienes la razón y quieres demostrarlo, la peor forma de hacerlo es tachando los argumentos de la gente. Jesús no entró ahí a decirle a Zaqueo de lo que se iba a morir, entró a hacerse su amigo. Y tú, dos mil años después, entras a todos lados mandando a todos al diablo porque “no son como Jesús”. ¡Vamos! Primero averigua cómo era Él.

De cualquier manera, hay otra verdad irrefutable. No importa que hayas oído acerca de Él, lo más probable es que Jesús sea una persona completamente diferente a la que imaginas. Es verdad que mucha gente idiota a dicho cosas idiotas haciendo quedar a Jesús como un idiota, pero sería también idiota creer lo que se dice de alguien sin escuchar a ese alguien primero, ¿no es así?
¿Sabes? Ese fue el error que no cometió Zaqueo. El hombre había escuchado muchas versiones acerca de Jesús, que si era Dios, que si era el diablo, que si no era más que solo un carpintero. No se decidió por ninguna de estas historias, Zaqueo subió al sicómoro para ver con sus propios ojos quién rayos era Jesús, y entonces, le conoció.

Nadie aquí tiene el poder o la autoridad para hacerte creer o pensar algo. Lo máximo que puedo hacer hoy es exhortarte: no me creas a mí, no le creas a nadie, ¡solo súbete al sicómoro! Entonces Jesús, sea quien sea, querrá almorzar contigo, y solo ahí, después de eso, podrás tomar la decisión correcta.


21 February 2011

La sal del mundo



La ciudad llevaba años sumergida en la más profunda de las perversiones. Sodoma era un caldo hirviendo, lleno de inmundicia y maldad. Las cosas en Sodoma ya eran normales para sus habitantes. Nadie se sorprendía o indignaba por casos de adulterio, incesto, zoofilia y fetiches mayores. Aquella ciudad había llegado al cinismo: No solamente sabemos que somos sucios, sino que nos gusta nadar en el lodo.

Las reglas éticas, morales y cívicas eran pisoteadas constantemente, ya imaginarás lo que sucedía con los preceptos del Libro Sagrado. La gente en Sodoma había “evolucionado” demasiado, eran vivo ejemplo de la “mente abierta” y el liberalismo exacerbado. El Libro de Libros nada tiene en contra de la libertad, pero entiende perfectamente que es directamente proporcional a la responsabilidad.

En Sodoma no era sorpresa intercambiar parejas, hijos, hijas, esposas. No asombraba a nadie el erotismo tergiversado y la pornografía. La ninfomanía no era un trastorno psicológico, era un fenómeno social.

Extrapola estas dimensiones de maldad a cada ámbito de la vida: a la familia, a las amistades, a la administración pública, al gobierno, a las escuelas e iglesias, a la literatura y las artes. Todo aquello que en algún momento y lugar aspiró a ser sublime, se derretía en el fuego ardiente de las bajas pasiones de Sodoma. Nadie tiene argumento contra la premisa: “no hay esperanza para Sodoma”, y no por qué no la hubiese, sino porque nadie allí creía necesitarla.

Nadie, excepto Lot, sobrino de Abraham. Lot y su familia habían llegado a la ciudad cuando las cosas no eran tan graves, y con el tiempo, habían aprendido a mantenerse limpios entre la porquería. ¿Puedes imaginar una aguja en un pajar? ¿Una perla entre lodo? ¿Un hombre de principios entre gente sin identidad? Eso eran Lot y su familia en Sodoma.

El Padre de las luces tenía muy en cuenta la dignidad con la que Lot portaba su nombre, su origen, su fe. Sin embargo, en muy diversas ocasiones su paciencia había caído frente a la preocupación de ver a Lot rendirse. Lot y su familia, a pesar de las circunstancias, amaban la ciudad, y creían que esa gente malvada, sus amigos al fin, podrían volver sus ojos a la Luz.

La Justicia observaba constantemente, esperando que Lot tuviera razón, pero un alma perdida, amante de su perdición, está condenada para siempre. En casos así, quemar la paja suele ser la única forma de hallar, y salvar, la aguja. Así que La Verdad Absoluta puso a Lot un ultimátum: tenía que abandonar la ciudad. Ángeles fueron enviados para dar aviso a Lot de la decisión de El Eterno, y aun ellos fueron amenazados por la inmoralidad en Sodoma cuando la gente intentó hacerse de ellos para violarlos. La evidencia era innegable, Lot no tuvo más remedio que reconocer la veracidad del designio divino, habría que abandonar la ciudad, o perecer junto con ella.

Lot y su familia tomaron solamente lo más indispensable. Las órdenes fueron muy precisas: sal de esta ciudad y no mires atrás. La familia corría a toda prisa lejos de Sodoma. Fue entonces cuando vieron el cielo contraerse de una forma extraña. Las nubes formaron un indescriptible orden circular y se tornaron color rojo. Sopló un poderoso viento ardiente, tuvieron que encorvarse y cubrir sus ojos con ropa para evitar quemaduras. Enfrente de ellos, mientras se alejaban, pudieron ver el resplandor carmesí eléctrico reflejado de lo que sucedía a sus espaldas: una inmensa columna de fuego comenzaba a descender sobre Sodoma. El fuego descendía, consumiendo todo a su paso, sobre el pecado, la inmundicia y la perversidad; pero también descendía sobre los amigos, los vecinos, los compañeros.

La mujer de Lot no pudo evitar mirar atrás: su corazón puro amaba esa putrefacta ciudad. Al instante, justo al ver la destrucción intempestiva de Sodoma, sus huesos empezaron a expandirse, su piel se endurecía lentamente, mientras que sus cabellos se cristalizaban de la misma manera en que su cuerpo pasaba a ser una estatua de sal. Sal, el más poderoso de los conservadores.

Lot sintió en su palma como el brazo de su esposa se granulaba. Se detuvo por un momento. Parpadeó, tragó saliva, y junto con ella todo el dolor de su corazón. Entonces soltó el brazo de su mujer y siguió caminando.

Muchos interpretan esta poderosa historia de manera distinta. Muchos dicen que la mujer de Lot amaba más el pecado que a Dios, y convertirse en sal fue el castigo divino a ese desorden en sus prioridades. Muchos dicen que en esa familia, el único entendido era Lot, y que su mujer, con sus actitudes, demuestra la hipótesis. Muchos dicen que en el corazón de la mujer de Lot ardía un amor tal por el pecado que deseaba profundamente la preservación de Sodoma, y por lo mismo, fue destruida junto con ella.

Con todas esas versiones yo comparto solamente algunas cosas. Creo sinceramente que la mujer de Lot amaba a Sodoma, pienso en verdad que deseaba profundamente la preservación de la ciudad y creo, con todo mi corazón, que esa mujer no amaba el pecado, sino a los pecadores. Y es que ¿por qué otro motivo habría de convertirse en sal? Si en verdad fue un castigo, bien pudo haber sido transformada en agua, en estiércol. Si en verdad amaba el pecado, bien pudo haberse negado a salir de la ciudad con Lot y haber permanecido en las orgías públicas de Sodoma.

Pudieron haber pasado muchas cosas, pero sucedió solo esta: se convirtió en una estatua de sal. Se convirtió en sal porque era esa su esencia, porque todo en ella anhelaba la preservación de la ciudad, porque soñaba con ver esa ciudad transformada y purificada por el poder el amor. Se convirtió en sal porque toda su vida había estado encaminada a preservar a aquellos pecadores de la destrucción, pues sabía bien que mientras hay vida hay esperanza.

No, no me digan que esa mujer amaba este mundo por todos sus vicios, no me digan que era impía y pecadora, no me digan que murió castigada por sus impurezas. No! No digan eso porque aquella mujer amaba este mundo con la misma intensidad que yo lo amo. No digan eso porque esa mujer se desvivía en contagiar a todo Sodoma su pasión por la fe y la santidad. No digan eso porque esa mujer deseaba, como yo lo hago, que el mundo se diera cuenta de su realidad y volteara sus ojos al Altísimo. No digan eso.

No se atrevan siquiera a creerlo, porque esa mujer confiaba, en que tarde o temprano, sus amigos, sus vecinos, sus compañeros, sus seres más queridos se darían cuenta de que los caminos por los que andaban los guiaban a la muerte. No digan eso porque la fe y la santidad de esa mujer retrasó la destrucción de Sodoma por no sabemos cuántos años.

No digan eso, porque al decirlo, desvirtúan el valor de cientos y cientos de personas que nos esforzamos día con día a vivir en santidad, personas que fallamos y caemos, pero nos levantamos siempre con la firme convicción de que nuestros esfuerzos no son vanos. Personas que sabemos que si este mundo permanece, a pesar de todos sus males, es por que existimos y vivimos con el sólido designio de compartir la certeza de nuestra fe con nuestro entorno inmediato. No! No digan eso, porque, al final, cuando mi espíritu se convierta en sal, aquellos que me conocen sabrán bien que no fue el pecado lo que me llevó a tal condición, sino un profundo amor por las almas de este mundo.