28 February 2010

Y se propusieron...

Luego de un largo sitio a la ciudad de Jerusalén, el rey Nabucodonosor de Babilonia logró someterla. Los caldeos celebraban orgullosos su gloriosa victoria. Ahora, toda la ciudad estaba a su servicio.

Nabucodonosor ordenó que se escogieron de los hijos de Israel muchachos en los que no hubiese tacha alguna, de buen parecer, enseñados en toda sabiduría, diestros en ciencia, de buen entendimiento e idóneos para estar en el palacio del rey; mandó que se les enseñase las letras y la lengua de Babilonia.
El rey señaló ración para cada día de la provisión alimenticia de su propio palacio, y del vino que él bebía; para que después de tres años ellos se presentasen delante del rey.

Entre los seleccionados estaban Daniel, Ananías, Misael y Azarías, de los hijos de Judá. A estos, en Babilonia, se les hizo nombrar Beltsasar, Sadrac, Mesac y Abed-nego.
Aquella modificación, para nosotros insignificante, constituía para ellos una cruda humillación. No eran simplemente nombres lo que les arrebataban, les quitaban al mismo tiempo su destino y la esencia de su identidad; aquello que sus padres habían declarado para sus vidas desde su nacimiento.

Los jóvenes se propusieron en el corazón no contaminarse con la porción de la comida del rey, ni con el vino que Nabucodonosor bebía; pidieron, por tanto, al jefe a cargo que no se les obligase a participar de esos alimentos. Melsar, el jefe de los caldeos, temía que, al ver el rey a estos jóvenes más débiles que al resto de los muchachos, fuese castigado. Pero los jóvenes respondieron: Te rogamos que hagas un intento con nosotros tus siervos por diez días, y nos des a comer sólo legumbres y a beber agua. Compara luego nuestros rostros al resto de los muchachos que comen ración de la comida del rey, y haz entonces con nosotros según veas.

Melsar aceptó. Y durante diez días estos jóvenes se abstuvieron de probar el manjar que el rey de Babilonia les ofrecía. Mientras el resto de sus compañeros comían y bebían hasta saciarse de deliciosos platillos, ellos permanecían fieles comiendo no más que legumbres y agua.
Al cabo de los días pareció el rostro de ellos mejor y más robusto que el de los otros muchachos. Pasados pues, los días al fin de los cuales había dicho el rey que los trajesen, el jefe de los caldeos los trajo delante de Nabucodonosor. Y el rey habló con ellos, y no fueron hallados entre todos, como Daniel, Ananías, Misael y Azarías.
Así pues, estuvieron delante del rey, y en todo asunto de sabiduría e inteligencia que el rey les consultó, los halló diez veces mejores que todos los magos y astrólogos que había en todo su reino.


Tu cultura y tus raíces han sido conquistadas por extraños invasores. Te han propuesto salidas fáciles y manjares deliciosos. Si te unes a ellos, tendrás siempre riquezas y comida en la mesa. Lo único que hace falta para acceder a la mejor de las glorias es renunciar a todo aquello que eras hasta entonces. Basta con que niegues ser lo que has sido y todo aquello que te han enseñado. La propuesta es bastante atractiva.
Olvídate de la honestidad, de la verdad y de la justicia. Olvídate del Dios de tus padres, de la fe de tus ancestros. Olvídate de todo aquello que te ha permitido ser lo que ahora eres. ¡Conviértete a nosotros! Dicen los conquistadores.
Puedes hacer lo que gustes. Tienes ambas opciones, renuncia a tu mundo y entra a esa jungla de placeres y delicias carnales o permanece fiel a lo que eres y a lo que has sido. Desecha tu fe y tus más profundos valores o permanece ligado a tu noción de justicia.
Daniel y los otros tres jóvenes, decidieron hacer lo que consideraban correcto, aferrarse a su fe y a sus creencias. Propusieron en su corazón no renunciar. ¿Tú que vas a hacer?
Puedes salir y ser parte del resto de los muchachos, deleitarte en la injusticia, en la promiscuidad, en la corrupción. Puedes enriquecerte a base de trampas y fraudes. O puedes proponer en tu corazón no contaminarte, hacer solamente actos de justicia, verdad y honestidad.

Tú tienes una ventaja, sabes lo que sucederá cuando llegues delante del Rey.

08 February 2010

Hasta la muerte

Urías miró atrás y vio a sus compañeros alejarse. Sus ojos se llenaron de lágrimas, había sido traicionado. El ruido de los caballos enemigos lo hicieron volver en sí, y combatió, sólo, hasta la muerte...

Urías, el heteo, fue desde el principio uno de los mejores hombres del ejército. No solamente por sus impresionantes capacidades militares, sino por su gran espíritu. Solía decirse entre sus compañeros que la fuerza del heteo venía más de su espíritu que de sus músculos, y el poder de su espada nunca fue tan grande como el de su corazón. Estuvo con y para el rey desde el principio. Un hombre leal, honesto y fiel, pertenecía no sólo a la elite del ejército sino a más íntimo grupo de amigos del monarca.

Con toda justicia había servido al reino, la vida lo recompensó con su más grande pasión: Betsabé, la mujer de su juventud. La única de su vida, la amada, la indispensable, el deleite de sus ojos, Betsabé.

Dejarla para ir a la guerra no era cosa para nada sencilla, pero Urías nunca dudó, su fidelidad primordial era con el Reino, además, Betsabé sería siempre un excelente motivo para volver a casa vivo, era ella una de sus inspiraciones en la batalla.

Aquellos días se libraba una guerra contra los hijos de Amón. Urías debía ir y acabar con ellos, habría que deshacerse de los amonitas de una vez por todas: ¡Por la Verdad, por el rey, por Betsabé! Antes de partir, le dio un beso en la frente y prometió volver pronto, con la victoria.

Mientras tanto el rey, amigo de Urías, se paseaba en lo más alto del palacio. Vio entonces a la hermosa mujer dándose un baño. Sin pensarlo dos veces, mandó a llamar aquella mujer, y usando toda su autoridad, lo hizo pasar con él la noche. La mujer volvió a casa, desecha, cualquier otra mujer hubiera estado feliz de compartir la cámara intima del rey, pero ella no. Betsabé no.

La mujer concibió y lo hizo saber al rey. Entonces, el rey reaccionó, no solamente había abusado de aquella mujer, también había traicionado a unos de sus mejores hombres, más allá, uno de sus más cercanos amigos. La desesperación se hizo carne dentro del rey. Miles de pensamientos vinieron a su mente: confesarlo todo, deshacerse del niño, de la mujer, o incluso... no, eso no, sería demasiado... Es la única salida! deshacerse de Urías!

El rey envió a llamar a Urías del campo de batalla. Le daría una oportunidad: si Urías se acostaba con su esposa, jamás sospecharía que el niño dentro del vientre de su amada no era suyo. Era esa sin duda, la mejor alternativa. Así todos ganaban, o más bien, el rey no perdía.

Llegado de la guerra, el rey invitó a Urías a ir e llegarse a su esposa. Pero Urías tenía las cosas claras: era imposible desentenderse del resto de sus compañeros para llenarse él mismo. Claro, amaba con todo su corazón a Betsabé, pero no sería capaz de alegrarse él mientras sus compañeros peleaban. Volvería a ver a Betsabé, solamente cuando el resto de sus hombres vieran también a sus esposas.

El rey decidió entonces. Era su reino, su honor, o Urías. Un gran hombre, sin duda, pero el egoísmo del rey nubló por completo su vista: Escribió una carta a Joab, comandante mayor del ejército,para que enviara a Urías al frente de batalla más peligroso, y que entonces, lo dejaran sólo. El rey ordenó al mismo Urías entregar la carta a Joab.

Urías, el heteo, cabalgó sin detenerse, sin dudar del rey, sin abrir la carta. Urías cabalgó rápidamente y sin descanso, llevando su propia sentencia, hacía la muerte.

Cuando Urías vio a sus amigos darle la espalda, entendió velozmente. Por eso el rey lo hizo llamar, por eso la insistencia, por eso la carta, por eso la traición. Urías lloró al darse cuenta, pero nunca huyó. Volvió la vista al frente, y con los ojos llenos de lágrimas, luchó hasta la muerte. Peleó fielmente, hasta el final, por la Verdad, por Betsabé, y por el rey, su mejor amigo, quien lo había traicionado.


No se trata solamente de luchar para vencer, se trata de luchar aunque la derrota sea inevitable. Así luchó Urías, cuando todo estaba perdido, cuando era él el único peleando. Aun cuando había sido traicionado, peleó por aquellos que lo dejaban solo. Luchó fielmente por el rey que había ordenado su muerte, peleó por sus amigos, quienes lo abandonaban. Peleó por todos ellos, y por sus más profundos valores. Peleó por la libertad, por la justicia, por la fidelidad. Huir hubiera significado traicionarse a sí mismo, y ser simplemente un traidor más. ¿Por qué tú y yo somos diferentes? ¿Por qué nos rendimos ante la más mínima prueba? ¿Por qué nos traicionamos a nosotros mismos si ni siquiera hemos sido traicionados como lo fue Urías? Tú y yo hablamos mal de México, de los políticos, del presidente, de la corrupción y nos creemos muy justos, pero ante la más mínima oposición traicionamos todas nuestras palabras. Urías luchó ante un enorme ejército, hasta la muerte, a pesar de que todos sus compañeros le habían dado la espalda. ¿Por qué no luchamos nosotros también? ¿Por qué no nos apartamos de la corrupción, de la apatía? No des esa mordida, paga la multa. No compres piratería, renta la película. No copies en ese examen, estudia. Tu labor es mucho más fácil que la de Urías, el heteo. La pregunta es si tu corazón es tan grande como el suyo.